martes, 11 de noviembre de 2008

JOSE LUIS SANTIAGO VASCONCELOS


Escrito por Lydia Cacho

Periodista y escritora mexicana, Autora de varias obras de mucho impacto social y ha sido premiada en varias ocasiones por su labor periodística. Lydia Cacho es también una reconocida activista por los derechos humanos y especialmente los de la mujer. Es autora del libro Los Demonios del Edén en la cual denuncia a la mafia de la pederastia en México, implicando a varios personajes públicos, como Kamel Nacif, Jean Succar Kuri (líder de organización de pederastas) por ejemplo.

A manera de adiós
En 2007 José Luis Santiago Vasconcelos me citó en la PGR. Por razones poco claras el
Procurador General le pidió que revisara mi expediente contra Mario Marín y Kamel
Nacif y la consignación por tortura de la Fiscal Pérez Duarte. El Fiscal con quien
en múltiples ocasiones discutí casos de mujeres que albergamos en el refugio que
dirijo en Cancún, me dijo a bocajarro: doña Lydia, ya nos cambiaron el lenguaje del
jurídico al político. Quedé congelada. Intentó explicarme que no estaba en sus
manos, el Procurador no podía abrir frentes políticos por el momento. Vaya a ver al
Presidente, me dijo, tal vez así cumpla su promesa de juzgar a Marín y a Nacif.
Jamás lo hice, y Calderón no movió un dedo por defender a las víctimas de pedófilos.
El sistema no debería funcionar por tráfico de influencias.
De pronto comenzó a hablar de sí mismo. Me dijo que sabía lo que se siente vivir
día y noche amenazado de muerte, conocer la crueldad o el odio del enemigo. Estaba
cansado y frustrado, si no fuera por el éxito de algunas de las extradiciones más
importantes, ya se habría dado por vencido. Quería rehacer su vida sentimental y
personal. De no haber muerto, pronto celebraría su matrimonio con una mujer
extraordinaria.
Cuando renunció a PGR, le pregunté al ex Zar antidrogas mexicano cómo vivía con este
engendro de sistema de justicia disfuncional. Me aseguró que si no fuera por los
generales de Inteligencia Militar este país ya sería propiedad absoluta del Narco. A
él le tocaba lo peor: bregar con el crimen organizado por órdenes presidenciales y
ser tratado como policía de segunda por el Secretario de Gobernación y por algunos
legisladores que no entienden el país que se nos viene encima. Entre el hartazgo de
vivir con escoltas, dentro y fuera de su hogar, estaba contento por haber sido
llamado al Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia
Penal. El no creía en los juicios orales, yo si. Me aseguró que para el crimen
organizado los juicios orales serían una payasada y un peligro para los jueces.
Disentimos porque no todo es el Narco, dije. Miles de delitos del fuero común son
juzgados diariamente sin el debido proceso, en ambientes de corrupción, ilegalidad e
injusticia. El imaginaba un país en guerra perenne contra el crimen organizado, no
tenía tiempo para pensar en otra cosa. Su visión no era esperanzadora. Estaba
convencido de que sin una transformación del sistema de justicia penal este país no
tendría remedio. Obsesionado con el crimen organizado le urgía la construcción de un
estado de derecho. Ya lo había visto todo, no creía en casi nada, en casi nadie.
Admiraba el empeño de la sociedad civil, pero no alcanzaba a comprender lo que él
llamaba “ingenua esperanza”. Vivía sumido en estrés postraumático y su ansiedad le
llevaba a tallar sus pequeñas manos en un puño que masajeaba cuando se angustiaba.
Una sola vez lo vi quebrarse, cuando murió un militar que fue su maestro y le salvó
la vida.
La última vez que hablé con él me dijo que debía cuidarme, si algo me pasara sería
trágico. Usted también cuídese, le dije al despedirme. Si me muero, fuera de mis
seres queridos a nadie le importará mi ausencia, dijo a manera de adiós.
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