sábado, 19 de abril de 2008

HASTA SIEMPRE COMANDANTE


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HASTA LA VICTORIA SIEMPRE COMANDANTE CHE GUEVARA!!!!!!

A 40 años de su asesinato. La imagen inmortal del Che

Víctor Montoya
Tomado de Rebelión


Recordado comandante:

El 8 de octubre de 1967, después de librar tu último combate en el cañadón del Churo y caer a merced de tus enemigos, la pierna herida por un tiro y la garganta desgarrada por el asma, tu diario de campaña y otros documentos escritos con tu puño y letra, quedaron en poder de las Fuerzas Armadas. Es decir, pasaron de tu mochila de cuero a una caja de zapatos, que fue depositado como secreto de Estado en el Alto Mando Militar Boliviano; tu reloj Rolex, que te quitó un soldado a poco de tu captura, pasó a la muñeca del coronel Andrés Selich; tu fusil, ese fusil que hubiera querido heredar para cargarlo al hombro como tú lo cargaste a lo largo de la lucha, intentando encender la chispa de la revolución latinoamericana, pasó a manos del coronel Centeno Anaya, quien lo tomó sin sentir la misma emoción de felicidad que sintió el Inti cuando te conoció en la Casa de Calamina, en Ñancahuazú, donde tú le estrechaste la mano de compañero, mientras otro le entregaba su carabina M-2; tu pipa, en la cual degustaste la última bocanada de humo, como quien está dispuesto a esperar con serenidad la hora de la muerte, se la regalaste al sargento Bernardino Huanca, quien se comportó amable contigo. Pero el capitán Mario Terán se adelantó y gritó: ¡La quiero yo! ¡La quiero yo! Entonces tú, mirándolo con infinito desprecio, encogiste el brazo y le dijiste: No, a vos no.

En la Higuera permaneciste varias horas con vida. Te negaste a discutir con tus captores y tuviste el coraje de escupirles a la cara. Mas los mercenarios, dispuestos a cumplir las instrucciones de la CIA, decidieron eliminarte en el acto, para luego inventar la versión de que caíste en el combate del cañadón del Churo, y no que fuiste capturado vivo y ejecutado entre las cuatro paredes de la escuela de La Higuera. Tu asesino fue el mismo suboficial que quiso apoderarse de tu pipa, quien, borracho y asaltado por el miedo, entró en el aula y ejecutó la orden de eliminarte. Pero fue tan grande la impresión que le causaste, que, requerido por la prensa, confesó: Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: 'Usted ha venido a matarme'. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: '¿Qué han dicho los otros' (refiriéndose a los guerrilleros Willy y Chino). Le respondí que no habían dicho nada, y él contestó: '¡Eran unos valientes!'. Yo no me atreví a disparar, En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podía quitarme el arma. '¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!'. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.

Después te trasladaron amarrado al helicóptero, desde la escuela de La Higuera hasta el hospital de Vallegrande. Te inyectaron formalina en las venas y te presentaron ante las cámaras de la prensa sobre una mesa de tablas, donde yacías como Cristo, el Nazareno, con el aspecto más de vivo que de muerto; tenías el torso desnudo, los pantalones ajados, los pies descalzos, la barba crecida hasta el pecho y la cabellera precipitándose en cascadas. Aunque tu mirada estaba ausente, tus ojos irradiaban una extraña inocencia, acentuada por tus labios entreabiertos, casi sonrientes en el rictus de la muerte. Ese día, quienes contemplaron tu hermoso rostro de combatiente, cuentan que, incluso después de ser acribillado, tu cadáver rezumaba una aureola que inspiraba admiración y respeto, quizá porque supiste someter tus ideales a las pruebas del fuego, porque hacían lo que decías, porque vivías como pensabas y pensabas como vivías.

En esta última fotografía, donde los curiosos se agolpan a tu alrededor, la mirada fija y el aliento sostenido, parecen no salir de su asombro al constatar que ese hombre tendido en la camilla es el guerrillero que quiso crear dos, tres... muchos Vietnam en América Latina, mientras tus captores, señalando las heridas de tu cuerpo, te exponen como un trofeo de guerra, aunque no te mataron en combate sino de un modo cobarde.

Sin embargo, ésta no es tu fotografía más conocida, sino aquella otra de 1960, cuando el fotógrafo Alberto Korda, al recoger imágenes para la prensa en La Habana, tras el incendio del barco francés que transportaba un cargamento de armas y municiones para la defensa de la revolución, fijó tu rostro en el visor de la cámara y, atraído por la fuerza y el dramatismo de tu mirada tendida en la bahía, te tomó una fotografía que, una vez revelada en la cámara oscura, dio la vuelta al mundo y se trocó en un aluvión de afiches, banderas, camisetas, chapas, carteles, gorros y estampas; más todavía, tu rostro se pintó en las paredes y se grabó en la mente de quienes te mutilaron las manos y te desaparecieron, intentando acallar tu voz, soterrar tus ideales y destruir tu imagen, que, hoy como siempre, está presente entre nosotros, incitándonos a repetir aquellas frases de la carta de despedida que les escribiste a tus padres: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante; vuelvo al camino con la adarga al brazo... Muchos me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades...

Así te recordamos, comandante, con la estrella en la boina y el porvenir en la mirada.

Cuando se habla de un líder, estos defectos humanos pueden ser vistos, incluso como virtudes. De la arrogancia puede nacer la valentía, de la impaciencia las ganas de hacer y de la exigencia la búsqueda de la perfección.


LOS MERCENARIOS DE LA CIA LO ASESINARON DE LA MANERA MAS COBARDE
Che vivo: su última foto
Próximos al 8 de octubre, efemérides de su muerte, otra vez se habla de su caída en combate.

De ese modo, los que han convertido a Ernesto Guevara en un símbolo del desinterés y de la consecuencia, de la capacidad de insistir y de luchar aun cuando sean lejanas las probabilidades de éxitos, creen rendirle un homenaje mayor.

Caer combatiendo era para el Che una posibilidad con que se familiarizó desde su juventud, una alternativa frente a la estuvo cuando se enroló en el Granma y con Fidel Castro desembarcó en Cuba para luchar contra una tiranía de la que únicamente conocía los relatos y por la liberación de un pueblo donde nunca había estado.

La posibilidad de que en su camino se interpusiera el hierro, no lo atemorizaba ni lo detenía. El propio Fidel Castro, al enumerar sus cualidades, señala como una especie de talón de Aquiles, su excesiva agresividad. Caer rifle en mano en la Sierra Maestra, en una quebrada boliviana, en las márgenes de Lago Tanganica o en cualquier lugar en que lo sorprendiera la muerte, era para él un riesgo calculado.

Mas, el Che Guevara no murió en combate sino que fue fríamente asesinado.

Matar al Che Guevara cara a cara, como hacen los soldados que luchan por una u otra causa, en guerras donde el respeto al adversario cuenta, hubiera sido un galardón para sus enemigos que han de cargar eternamente con el estigma de haberlo asesinado muchas horas después de haberlo capturado herido, inerme y extenuado.

Sus adversarios no tuvieron la altura y la humanidad que se necesita para curar sus heridas, aliviar su dolor físico o mitigar su asma. Ninguno se le aproximó para demostrarle el respeto que sienten los hombres de armas por los adversarios que opusieron viril resistencia.

Al Che Guevara no lo mató un soldado, sino que lo ejecutó un verdugo.

No importa que quien tiró del gatillo fue un soldado ebrio, se sabe que aunque la orden de ultimarlo la dio el entonces presidente René Barrientos, éste la recibió del embajador norteamericano en la Paz quien fue directamente instruido desde Langley, la sede de la jefatura de la CIA.

Herido y prisionero, el Che los aterró.

La perspectiva de llevarlo a juicio los desbordó porque era obvio que no podrían soportar el peso de sus argumentos ni la presión de la opinión pública mundial.

Las palabras del Che hubieran sido más mortíferas que sus balas.

Encarcelado el Che, el Continente hubiera sido convertido en un permanente hervidero.

Por eso lo asesinaron.

Jorge Gómez Barata
Profesor, investigador y periodista cubano, autor de numerosos estudios sobre EEUU